lunes, 24 de junio de 2024

Somos lo que comemos




Columna Caparrós


La palabra gastronomía
La cocina ha dejado de producir olores y sabores y texturas para empeñarse en producir imágenes

Hay palabras pretenciosas que siempre fueron pretenciosas. Otras, en cambio, debieron empezar de abajo: recorrer un camino que las llevara desde las sombras a la luz, del barro al oro. La palabra gastronomía es una de esas. Su origen fue modesto, casi tosco: γαστρος, gastros, es la panza, y νόμος, nomos, es la regla, el saber. Saber sobre la panza no es un gran saber y cualquiera puede reivindicarlo; al menos, sobre la suya propia. Somos lo que comemos, dijo algún sabio en horas bajas; somos, sobre todo, comedores. Si algo hacemos en la vida es eso: cuando un señor o señora cumple sus 50 ya ha comido, grueso modo, unas 32.500 colaciones principales y por lo menos otras tantas entre desayunos, meriendas, tentempiés varios y demás chuminadas. El cincuentón o cincuentona estándar es alguien que comió 65.000 comidas: experiencia suficiente como para que empiece a conocerlas. Y sin embargo el susodicho no será un gastrónomo.

Porque la palabra gastronomía se labró su prestigio y consiguió incluso que otro sabio —en años bajos— dijera que no es lo mismo alimentarse que comer. Creó así la diferencia más tajante: los que comen para vivir, los que viven para comer. O, sin llegar a tanto: los que “saben comer” y todo el resto.

Podemos imaginar momentos en que todos comían igual: en las cavernas, aquel mamut o rata, crudos todavía. Y, sin embargo, aún allí ya empezaría alguna jefa o jefe a manotear la porción más deseada, la más gorda. Desde entonces, el privilegio fue comer y el mejor privilegio fue comer mejor: los poderosos podían tragar los trozos más ansiados, los manjares más grandilocuentes.

Al servicio de esos señores —y señoras— empezó a organizarse la gastronomía: la maña de refinar cualquier ingesta. La hubo desde los romanos, pero —en Occidente— terminó de consolidarse en la Francia del siglo ­XVIII. La practicaban reyes y nobles que competían por los grandes cocineros. La revolución de 1789 tuvo, entre tantos otros, el efecto de dejarlos en la calle: aquellos chefs ya no tenían marqueses y duquesas que servir y empezaron a cocinar sus golosinas en salones públicos —que dieron en llamarse restaurantes.

Fue un invento triunfante. Y entonces la gastronomía, como tantas cosas, dejó de ser cuestión de sangre para volverse de billete. La carga de la prueba se invirtió: ya no comías mejor porque tenías más poder; lo tenías porque comías mejor —y así lo demostrabas. Así es, todavía: la comida lujosa —la “gastronómica”— es una muestra de distinción bastante fácil. Casi nadie llama gastronomía a ese guiso fabuloso que sabe hacer la abuela; lo llamarían si se vendiera, aderezado con jengibre y flores de petunia, deconstruido y en porciones de chiste y en un plato cuadrado y en un salón brilloso. Últimamente, cualquier sociedad que intenta gentrificarse forma sus formas de comer en forma.

“Muchos entienden la ‘gastronomía’ como una forma de placer y afirmación social. Comer, para ellos, es una de las maneras más habituales de mostrar riqueza, armar complicidades: para un nuevo rico es más fácil ‘saber de comida’ que de, digamos, plástica o literatura —y eventualmente más gozoso y barato y fácil de exhibir”, escribió una autora casi contemporánea.

Comer comida “gastronómica”, en efecto, se ha vuelto algo distinto de comer. Saber comer es saber ser, saber estar, saber mostrarse. Y la gastronomía ocupa tal lugar en el imaginario social que los cocineros pasaron de obreros enchastrados a estrellas rutilantes: se muestran por todos los medios, explican el mundo, venden cualquier verdura, embolsan fortunas. Y millones los miran elaborar sus obras en concursos y clases por la tele: la cocina ha dejado de producir olores y sabores y texturas para empeñarse en producir imágenes. Es otra secuela de este mundo plano. Millones de mirones y, mientras tanto, los “mejores restaurantes” nunca cuestan menos de tropecientos euros: por costo, siguen siendo el coto de unos pocos.

Así está, ahora, la gastronomía. Sería bueno despojarla de su componente de clase, aceptar que unos callos, un choripán o una carbonara bien hechos son tan gastronómicos como una espuma de caviar, y que no se necesitan productos caros ni mano de obra cara donde hay buena mano y cariño baratos. Y que comer no debería servir para que te vean comer o para que te digas oh, qué guay soy, cómo como, sino para comer —y disfrutarlo. Pocas cosas hacemos más; pocas, con tanto gusto; pocas, ahora, con pareja alharaca.

lunes, 3 de junio de 2024

Compra a granel o envasada, ¿cuál es mejor opción?



Compra a granel o envasada, ¿cuál es mejor opción?

Hoy hablamos de si es mejor hacer compra a granel o envasada. Ventajas e inconvenientes de cada una de estas dos formas de llenar el carro de la compra.

Vivimos a toda prisa, a menudo es fácil sentirse como el conejo blanco de Alicia en el País de las Maravillas con la sensación de que siempre estamos llegando tarde a todas partes y, buscando minimizar el tiempo que invertimos haciendo cada una de nuestras tareas, muchas veces no nos paramos a pensar en si realmente nos compensa.

Si nos ponemos en la situación de ir al supermercado, el hacerlo con prisas es una situación propicia para que intentemos ahorrarnos todas las colas en frutería, charcutería, carnicería o pescadería y acabemos eligiendo nuestros productos frescos de la zona en la que ya se encuentran envasados, que si una bandeja de 6 tomates, que si 3 pimientos de colores, una bandeja de 3 chuletas o un sobre de fiambre loncheado y directos a caja a pagar. ¿De verdad era esta la mejor opción?

 

Compra a granel o envasada, ¿cuál es la mejor opción?

Cada una de estas formas de llenar la cesta de la compra tiene sus ventajas y sus desventajas.

En el caso de la comida a granel, tenemos las ventajas de que:

·         Podemos comprar solo la cantidad que necesitemos.

·         Podemos ver exactamente qué es lo que compramos.

·         El precio a pagar también será inferior.

 

Por contra, la principal desventaja es que nos obligará a esperar nuestro turno en cada una de las secciones en las que necesitemos algo. Algunos supermercados disponen de zona de autoservicio en la frutería en la que nosotros podamos embolsar y pesar nuestra fruta, ahorrando así un poco de tiempo y en otros nos la pesarán directamente al pasar por caja.

En el caso de los productos frescos envasados, la principal ventaja es el ahorro de tiempo.

Pero tiene varias desventajas:


·         No se ve lo que hay en el fondo de la bandeja, y es que muchas veces el filete o la chuleta o el tomate que está a la vista tiene un aspecto la mar de apetecible y, cuando lo retiramos, lo que hay debajo tiene un aspecto lamentable.

·         Para los que vivimos solos, las cantidades suelen ser demasiado grandes, por lo que nos toca o congelar cuando se puede, o comer toda la semana más o menos lo mismo si se trata de ingredientes que no se pueden congelar. O lo que es peor, alguna pieza de fruta se acaba echando a perder.

·         En el caso de algunos productos como pueden ser los fiambres loncheados tienen más conservantes para que no pierdan el buen aspecto ni se resequen al estar ya cortados.

·         El precio es siempre más caro