Según el último informe de Naciones Unidas, la humanidad generó
41,8 millones de toneladas de residuos electrónicos en 2014, una cifra
que pulveriza todos los lamentables récords anteriores. Los fotógrafos
Kevin McElvaney y Valentino Bellini han viajado a China, Pakistán y
Ghana para inmortalizar los lugares donde acaban la mayoría de estos
desechos. Ambos han compartido con nosotros experiencias y fotografías
que narran la cruda realidad de quienes viven y trabajan entre chatarra.
“Quería que las personas fueran protagonistas de las imágenes y no la pobreza o los montones de residuos electrónicos ardiendo”, explica Kevin McElvaney.
A pesar de la intención del fotógrafo, resulta imposible no fijarse en
lo que rodea al individuo que, en cada instantánea, mira fijamente a la
cámara y nos desafía erguido sobre el cadáver de una máquina. Es el
único que no pisa las negras cenizas que tapizan el suelo de Agbogbloshie.
McElvaney forma parte del conjunto de profesionales que ha retratado la
dura realidad de lugares como este situado en Acra, la ciudad más
poblada de Ghana: inmensos cementerios de chatarra
en las zonas menos favorecidas del globo, donde a nadie le importa que
se almacenen incontroladamente los restos de ordenadores,
electrodomésticos y demás aparatos que dominan el inquietante paisaje.
Una visión, la inmortalizada por las cámaras, que ni
siquiera puede reflejar por sí sola las verdaderas dimensiones de una
realidad insostenible. Para conocerla mejor hay que recurrir a las
últimas cifras reveladas por la Universidad de Naciones Unidas. Según el informe
más reciente, la cantidad de residuos electrónicos generados en 2014 a
nivel mundial ha superado todos los récords, alcanzando los 41,8 millones de toneladas.
Además de que solo se ha reciclado el 17% del volumen total (y eso que los materiales recuperables están valorados en 48,5 billones de euros), resulta paradójico que los mayores productores de residuos ‘per cápita’ sean países con importantes políticas ambientales. Noruega encabeza la lista
con 28,4 kilogramos por habitante, seguida por Suiza, Islandia,
Dinamarca, Gran Bretaña, Holanda y Suecia. Alemania, el país de origen
de McElvaney, no está demasiado lejos.
Un cambio de actitud irremediable
“Cuando volví de Agbogbloshie dejé de comprar de la misma manera”, cuenta McElvaney a HojaDeRouter.com. Allí se dio cuenta de lo que significa realmente el consumismo y la producción sin límites,
cuyas consecuencias acaban sufriendo personas ajenas a la vorágine
económica. Una realidad de la que también fue testigo el fotógrafo
italiano Valentino Bellini: “Agbogbloshie es probablemente el sitio más horrible que he visitado durante el Bit Rot Project”.
"Antes no era consciente de la existencia de este mundo de tráfico de
residuos y reciclaje precario", afirma el italiano. "Ahora intento no
adquirir un dispositivo nuevo si no es estrictamente necesario y me
aseguro de que los viejos se gestionen en mi país".
Mientras que McElvaney viajó a Ghana en 2013 con el objetivo de
fotografiar y denunciar la situación, Bellini inició el proyecto que
menciona en abril de 2012, cuando recorría el país africano por otros
motivos. “Conocí el vertedero por la ONG Help The African Child, y
después decidí hacer un documental sobre basura electrónica”, explica el
italiano.
Para dar forma al Bit Rot Project, Bellini ha visitado
posteriormente las instalaciones de reciclaje de residuos tecnológicos
de Qinyuan (China), Lahore (Pakistán) y Nueva Delhi (India). Si esperas encontrar una planta de gestión de desechos al uso en alguna de sus fotografías, vas a llevarte una sorpresa.
“En China trabajan con el mayor volumen de residuos
y probablemente el más desarrollado”, asegura Bellini. “Incluso
disponen de químicos para separar los metales preciosos”. Sin embargo,
durante su estancia allí retrató las comunidades de viviendas donde las
familias separan las piezas aprovechables de los residuos sentadas en un
patio arenoso.
En Lahore capturó con su cámara las
grises y frías montañas de chatarra que esperan su turno en una
rudimentaria fundición. En Nueva Delhi inmortalizó a los hombres que a
martillazo limpio destrozan ordenadores, televisores y cualquier
electrodoméstico que se preste para sacar sus tripas metálicas. “En
Ghana, el proceso se reduce a quemar los residuos para separar los
plásticos de los metales, en su mayoría cobre”, explica el fotógrafo
italiano.
“ Es una vergüenza que existan aparatos diseñados para estropearse [la dichosa obsolescencia programada],
ni siquiera reciclemos bien los desechos electrónicos y la gente que
los produce se desentienda de sus efectos llevándolos a otra parte",
sostiene McElvaney. "Exportamos los problemas”.
Hace unos veinte años, Agbogbloshie era una zona de manglar, un ecosistema inundado rico en especies vegetales y animales,
transformado ahora en un entorno ceniciento y marchito. Desde que en
2003 el periodista ghanés Mike Anane denunció la situación por primera
vez, la exportación ilegal de residuos electrónicos y las falsas donaciones de aparatos (que ni siquiera funcionan) han contribuido a su empeoramiento.
Aunque en 2012 el gobierno de Ghana prohibió la importación de frigoríficos usados, la medida no ha dado demasiados frutos. “El negocio ilegal de los residuos electrónicos es todavía una actividad que reporta muchos beneficios asumiendo un riesgo mínimo”, opina McElvaney.
Según explica el fotógrafo alemán, más de 600 contenedores
llegan mensualmente al puerto de Tema, cerca de Acra, cargados con
“productos de segunda mano” o “ayuda humanitaria”. El problema es que
más del 80% de los aparatos que transportan ya no sirven para ayudar a
nadie, sino todo lo contrario.
Las historias sobre las cenizas
“A un lado hay un mercado de verduras y al otro se colocan los vendedores de chatarra;
individuos sentados sobre televisores, rodeados de máquinas y partes de
coches”, describe el fotógrafo alemán. Estos personajes hacen las veces
de guardianes del terreno contiguo, donde cientos de trabajadores
recolectan el cobre que encuentran en los restos electrónicos a cambio
de unos 2,50 dólares diarios (unos 2,30 euros).
Pocos superan los 30 años
y algunos vienen después del colegio o durante los fines de semana
precisamente para costearse los estudios, porque allí la educación
secundaria hay que pagarla. Como puede apreciarse en las fotografías,
muchos ni siquiera protegen sus pies con botas, sino que llevan unas
simples chanclas como único calzado.
De esta guisa
caminan sobre cristales y barras de metal mientras esquivan las
combustiones (tanto espontáneas como provocadas) que expulsan gases tóxicos a la atmósfera: compuestos de cadmio, mercurio y cromo que se suman a los clorofluorocarburos ( CFC) liberados por los frigoríficos rotos. ¿Las consecuencias? Afecciones pulmonares, daños en los ojos y la espalda, problemas nerviosos e insomnio. “Se rascan constantemente, no pueden concentrarse y parecen cansados, los mismo que me ocurrió a mí después de pasar allí unas horas”, relata el alemán.
Mientras estuvo en Agbogbloshie, McElvaney conoció a
varias de estas personas, con las que habló para retratarlas en sus
fotografías, siempre subidas a la parte trasera de un cadáver
electrónico. “Pensé que sería difícil con tanta gente alrededor, pero a
nadie le importaba, todo el mundo seguía trabajando”, cuenta el alemán,
que solo les pedía este gesto.
Antes “ quería conocerles, saber quiénes eran, de dónde venían y por qué estaban allí”.
Cree que la cercanía que manifestaba hizo que respetaran su trabajo:
“No estaba sacando fotografías desde lejos sin su permiso. Quizá esta
sea la diferencia entre mis imágenes y otras del mismo lugar”, afirma
McElvaney.
Las autoridades locales tampoco ponían
demasiadas pegas a labor. Bellini no encontró ningún problema en
Pakistán o India, donde “las familias no tienen que esconderse porque no hay presión gubernamental para solventar el problema. Por eso están más abiertas a mostrar su actividad”, declara.
La única excepción es China: “Es difícil acceder a algunos talleres, especialmente en Guiyu,
la comunidad que posiblemente gestione el mayor flujo de residuos
electrónicos del mundo”, describe el italiano. Durante años, ha sido el
objetivo de periodistas de todos los medios de comunicación
occidentales.
Cuando le preguntamos por la historia
personal más impactante, McElvaney nos señala la fotografía situada bajo
estas líneas. Su protagonista es Ibrahim M. Toure, de 42 años, un hombre que vivía en la endeble construcción
que puedes ver al fondo de la imagen. Toure había perdido a su mujer y
sus dos hijas, pero continuaba recogiendo zapatos y otros accesorios
para una familia que creía con vida. “Parece que no había asimilado la
pérdida y me decía que sus chicas estarían de vuelta un día; por eso
recopilaba las prendas y otros objetos”, cuenta McElvaney.
Por su parte, Bellini narra el caso de un trabajador de
Agbogbloshie que le guió durante su estancia en el oscuro rincón de
Ghana. “Volvió al norte del país porque comprendió que su estancia en el
vertedero le estaba perjudicando demasiado”. Una vez en casa, su amigo
murió de envenenamiento alimentario porque no había médicos en la zona
que pudieran atenderle. “Nunca le olvidaré”, sentencia el italiano.
Aunque ambos fotógrafos valoran su experiencia, no tienen intención de volver inmediatamente.
No descartan hacerlo algún día si el problema persiste. “La tecnología
de reciclaje disponible actualmente permite separar muchos materiales de
los residuos electrónicos de manera limpia y sostenible”, afirma
Bellini. Sin embargo, es mucho más fácil y barato librarse de ellos. “La
condición para aplicar estos sistemas es invertir en ellos, una actitud
que desgraciadamente está lejos de la realidad de muchos países”.
Mientras todo siga igual, cientos de personas seguirán caminando sobre la chatarra que otros (los privilegiados) generan.
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Las imágenes de este reportaje son propiedad de Kevin McElvaney, Valentino Bellini y la Universidad de Naciones Unidas
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