¿Qué hacer con la primera industria de España?
Los avances
tecnológicos y los cambios en las sociedades plantean las limitaciones y los
retos a largo plazo de una actividad que aporta 110.000 millones de euros a la
economía, más de un 11% del PIB
Madrid 2
AGO 2017 - 20:57 CEST
España ha
convertido al turismo en su primera industria. Desde que, a finales de los años
cincuenta del siglo pasado, el país abrió las puertas a los visitantes
exteriores, España ha ido perfeccionando su capacidad de recibir y acoger,
desarrollando un sistema suficientemente eficaz como para atraer la atención de
otros países, que intentan imitar el éxito español. Pero las bases de ese éxito
son relativamente frágiles, y el avance tecnológico y los cambios en la
sociedad han abierto las puertas a nuevos desafíos.
En 2015, el turismo aportó a la economía más de 110.000
millones de euros, más de un 11% del PIB; el automóvil, el segundo mayor
contribuyente, no supera el 10%. Los más de 75 millones de visitantes
internacionales que entraron en España el pasado año se dejaron 77.625 millones
de euros, igual a casi una cuarta parte de las exportaciones manufactureras. Y
sigue creciendo: en el primer semestre de 2017, el número de turistas
extranjeros que entró en España aumentó un 6,2% con respecto al mismo período
del año pasado. Es una fuente de riqueza que, en plena crisis, sirvió para
compensar la caída libre de otros segmentos de la economía y del propio turismo
interior.
Para la industria mundial, España es un referente. En abril, el país volvió a repetir a la cabeza del
Índice de Competitividad Turística del Foro Económico Mundial. "Es un
éxito que puede atribuirse a una oferta única de recursos culturales y
naturales, combinados con una sólida infraestructura de servicios turísticos,
su conectividad aérea y unas poderosas políticas de apoyo", explicaba el
informe. Pero para Juan Ignacio Pulido, profesor de Economía Aplicada de la
Universidad de Jaén, "el modelo español es claramente ineficiente",
tal y como explica por teléfono. "Necesita un enorme volumen de demanda,
que a su vez, tiene unos costes que se externalizan en lo social y lo
ambiental. Podría generar los mismos ingresos si el gasto fuera mayor".
Crecimiento desaforado
Tanto para el sector público como para
el privado, el crecimiento desaforado ya es una preocupación real. "Se
impone el reto de abrir una profunda reflexión sobre el modelo de crecimiento
turístico más deseable para el futuro", consideraba la patronal
Exceltur el pasado día 13. Una necesidad se hace más imperativa
cuando, al calor de la recuperación económica, los españoles están volviendo a
buscar destinos vacacionales que antes no cabían en su presupuesto (aunque un
40% del país asegura que no puede irse unos días. El problema es que seguimos midiendo el éxito
del turismo por el número de visitantes.
El PIB turístico solo creció un 2,9% de 2000 a 2013, frente al más del 11%
del conjunto de la economía. Exceltur reconoce que 2016 fue fruto de unas
circunstancias "excepcionales". El primero fue el impacto del
terrorismo en destinos mediterráneos que compiten directamente con España en la
oferta de sol y playa, en especial Turquía (en plena turbulencia política), Túnez y Egipto, que ha
servido para compensar la desventaja competitiva de la fortaleza del euro (y,
con ello, empujado hacia arriba las cuentas de resultados). De hecho, España
está en el tercio inferior (en la 98ª posición) en el índice del Foro Económico
Mundial en competitividad de precios, por detrás de destinos tradicionalmente
más caros como Japón o Canadá.
Reparto desigual
El turismo en España está, como es lógico, desigualmente repartido. Los 75
millones de visitantes que entraron en el país en 2016 representan 1,6 por cada
español, pero la cifra aumenta a 2,4 por cada catalán (y 4,1 para cada
barcelonés), 6,3 por cada canario y 11,7 por cada balear. En esta última
comunidad autónoma, la presión de la industria turística es tal que muchos trabajadores tienen problemas para encontrar alojamiento.
A la vez, el mercado hotelero está viviendo una revolución. Por un lado, en las
grandes ciudades los fondos de inversión inmobiliaria buscan en los hoteles y
apartamentos turísticos la forma más rápida de rentabilizar sus propiedades;
por el otro, en solo nueve años, la aplicación Airbnb ha pasado de la nada a tener
más de tres millones de propiedades para alquilar en todo el planeta. En 2016,
el número de plazas en apartamentos turísticos superó por primera vez a las hoteleras en los 22
mayores destinos del país.
Nada de esto sale barato ni para el medio ambiente ni para la sociedad. La
combinación de sol y playa, tradicionalmente la base de la industria turística
española, viene acompañada con una intensa presión sobre los recursos
hídricos (especialmente en Canarias, donde se extrae más agua de la
que hay) que el cambio climático no hace sino agravar. Igualmente, las
organizaciones ecologistas continúan alertando de los riesgos de la
urbanización desmedida sobre costas que son, precisamente, uno de los grandes
atractivos para el visitante. A esto se le añaden los problemas del mercado
laboral del sector turístico —que por sus propias características, prefiere mano de obra barata y de temporada—.
Todo esto conduce a que al tradicional discurso sobre la importancia del
turismo en la economía le surja una versión contraria: el sector es visto como
una molestia para una parte de los ciudadanos. En junio, el barómetro semestral
del Ayuntamiento de Barcelona indicó que, para un 19% de los encuestados, el turismo era el principal problema de la ciudad. Reflexiona
Pulido: "Quizás lo que ha hecho
saltar ha sido la llegada de la saturación a los destinos urbanos. En los destinos
de sol y playa que haya mucha gente es lo normal: si vas a Benidorm es lo que
te esperas. Pero en Barcelona, Málaga capital, Granada capital... ya es otra
cosa".
Y esto también ha tenido una respuesta política: no solo por un creciente
desprecio público a la aportación del sector a la economía —definir a España
despectivamente como "país de camareros" es una expresión que se oye
en los últimos años— sino, en algunos casos aislados, a través de una hostilidad
explícita y organizada.
Este cambio de mentalidad se refleja en iniciativas como las moratorias
hoteleras, los registros para viviendas vacacionales y las tasas turísticas —la
última, planteada el martes por el ayuntamiento de Valencia—. Pero para
algunas organizaciones empresariales, con la CEOE a la cabeza, hay que tener
cuidado para no pasarse en la respuesta, máxime en un momento donde la
recuperación económica es todavía frágil y cualquier aportación a la economía
debe defenderse.
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