24 de abril de 2016.
El escritor Manuel Rivas ha ganado el Premio de la Crítica en la categoría de Narrativa en lengua gallega por su obra O último día de Terranova, mientras que María do Cebreiro ha sido la vencedora en el apartado de Poesía con su obra O deserto.
Por su parte, la escritora Cristina Fernández-Cubas, por su novela La habitación de Nona, y Ángeles Mora, con el poemario Ficciones para una autobiografía, son las ganadoras de los Premios de la Crítica 2015, fallados este sábado en Santa Cruz de La Palma y que concede la Asociación Española de Críticos Literarios desde 1956.
En lengua catalana, el premio de Narrativa ha sido para La sega (La siega) de Martí Domínguez, y el de Poesía ha recaído en Mur (Muro), de Gemma Gorga; mientras que en lengua vasca se han impuesto Lili eta biok (En compañía de Lili), de Ramón Saizarbitora, en Narrativa, yLainoa janez (Asimilando la niebla), de Juan Kruz Igerabide, en Poesía.
El jurado, designado por la Asociación Española de Críticos Literarios (AECL), ha estado formado por Ángel Basanta, Fernando Valls, Araceli Iravedra, José Luis Martín Nogales, José Enrique Martínez, Jorge de Arco, Luis Bagué, José Belmonte, Francisco Díaz de Castro, Juan José Lanz, Nicolás Melini, Xelo Candel, José Vicente Peiró, Manuel Ángel Morales, David Becerra, Manuel Gahete, Lluïsa Julià, Olivia Rodríguez, Javier Rojo y Enrique Turpin.
“La lengua de las
mariposas”
Manuel Rivas
"¿Qué hay,
Gorrión? Espero que este año podamos ver por fin la lengua de las
mariposas". El maestro aguardaba desde hacía tiempo que le enviaran un
microscopio a los de la instrucción pública. Tanto nos hablaba de como se
agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños
llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuvieran un
efecto de poderosas lentes. "La lengua de la mariposa es una trompa
enroscada como un resorte de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla
y la mete en el cáliz para chupar. Cando lleváis el dedo humedecido a un tarro
de azúcar ¿a que sienten ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta
de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa".
Y entonces todos
teníamos envidia de las mariposas. ¡Qué maravilla! Ir por el mundo volando, con
esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de
jarabe. Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo.
Quiero decir que no podían entender como yo quería a mi maestro. Cuando era un
"picarito", la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que
cimbraba en el aire como una vara de mimbre. "¡Ya verás cuando vayas a la
escuela!" Dos de mis tíos, como muchos otros mozos, emigraron a América
por no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con
ir a América sólo por no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños
que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días,
ateridos y sin habla, como desertores de la Barranco del Lobo. Yo iba para seis
años y me llamaban todos Gorrión. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi
padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos y no enredando
en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por
la Alameda, y fue Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, el que me
puso el apodo. "Pareces un gorrión". Creo que nunca corrí tanto como
aquel verano anterior al ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces
sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la
cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría
llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica. "¡Ya
verás cuando vayas a la escuela!" Mi padre contaba como un tormento, como
si le arrancara las amígdalas con la mano, la manera en que el maestro les
arrancaba la jeada del habla para que
no dijeran ajua nin jato ni jracias.
"Todas las mañanas teníamos que decir la frase 'Los pájaros de Guadalajara
tienen la garganta llena de trigo'. ¡Muchos palos llevábamos por culpa de Juadalagara!" Si de verdad quería
meterme miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la
cama, escuchaba el reloj de la pared en la sala con la angustia de un
condenado. El día llegó con una claridad de mandil de carnicero. No mentiría si
le dijera a mis padres que estaba enfermo. El miedo, como un ratón, me roía por
dentro. Y me meé. No me meé en la cama sino en la escuela. Lo recuerdo muy
bien. Pasaron tantos años y todavía siento una humedad cálida y vergonzosa
escurriendo por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio
escondido con la esperanza de que nadie se percatara de mi existencia, hasta
poder salir y echar a volar por la Alameda. "A ver, usted, ¡póngase de
pie!" El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que la
orden iba para mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla.
Era pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de Abd el-Krim.
"¿Cuál es su nombre?" "Gorrión." Todos los niños rieron a
carcajadas. Sentí como si me batieran con latas en las orejas.
"¿Gorrión?" No recordaba nada. Ni mi nombre. Todo lo que yo había sido
hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras
borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré cara al ventanal, buscando con
angustia los árboles de la alameda. Y fue entonces cuando me meé. Cuando se
dieron cuenta los otros rapaces, las carcajadas aumentaron y resonaban como
trallazos. Huí. Eché a correr como un loquito con alas. Corría, corría como
solo se corre en sueños y viene tras de uno el Sacaúnto. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el
maestro. Venir tras de mí. Podía sentir su aliento en el cuello y el de todos
los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la
altura del palco de la música y miré cara atrás, vi que nadie me había seguido,
que estaba solo con mi miedo, empapado de sudor y de meos. El palco estaba
vacío. Nadie parecía reparar en mí, pero yo tenía la sensación de que toda la
villa estaba disimulando, que docenas de ojos censuradores acechaban en las
ventanas, y que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarle la noticia a
mis padres. Las piernas decidieron por mí. Caminaron hacia al Sinaí con una
determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta A Coruña y
embarcaría de polisón en uno de esos navíos que llevan a Buenos Aires. Desde la
cima del Sinaí no se veía el mar sino otro monte más grande todavía, con
peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo
con una mezcla de asombro y nostalgia lo que tuve que hacer aquel día. Yo sólo,
en la cima, sentado en silla de piedra, bajo las estrellas, mientras en el
valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi búsqueda. Mi
nombre cruzaba la noche cabalgando sobre los aullidos de los perros. No estaba
sorprendido. Era como si atravesara la línea del miedo. Por eso no lloré ni me
resistí cuando llegó donde mi la sombra regia de Cordeiro. Me envolvió con su
chaquetón y me abrazó en su pecho. "Tranquilo Gorrión, ya pasó todo."
Dormí como un santo aquella noche, pegadito a mamá. Nadie me reprendió. Mi
padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre
el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira,
tal como pasara cuando había muerto la abuela. Tenía la sensación de que mi
madre no me había soltado de la mano en toda la noche. Así me llevó, agarrado
como quien lleva un serón en mi vuelta a la escuela. Y en esta ocasión, con
corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un
sapo. El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. "¡Me gusta ese
nombre, Gorrión!". Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero
lo más increíble fue cuando, en el medio de un silencio absoluto, me llevó de
la mano cara a su mesa y me sentó en su silla. Y permaneció de pie, agarró un
libro y dijo: "Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y
vamos a recibirlo con un aplauso". Pensé que me iba a mear de nuevo por
los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. "Bien, y ahora,
vamos a comenzar con un poema. ¿A quién le toca? ¿Romualdo? Ven, Romualdo,
acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta". A Romualdo los
pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y
oscuras, con las rodillas llenas de heridas. Una tarde parda y fría... "Un
momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?" "Una poesía,
señor". "¿Y cómo se titula?" "Recuerdo infantil. Su autor
es don Antonio Machado". "Muy bien, Romualdo, adelante. Despacito y
en voz alta. Repara en la puntuación." El llamado Romualdo, a quien yo
conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó
como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que
parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo. Una
tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia
tras los cristales. Es la clase. En un cartel se representa a Caín fugitivo, y
muerto Abel, junto a una marcha carmín... "Muy bien. ¿Qué significa
monotonía de lluvia, Romualdo?" preguntó el maestro. "Que llueve después
de llover, don Gregorio". "¿Rezaste?", preguntó mamá, mientras
pasaba la plancha por la ropa que papá cosiera durante el día. En la cocina, la
olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza. "Pues si", dije
yo no muy seguro. "Una cosa que hablaba de Caín y Abel". "Eso
está bien", dijo mamá. "Non se
por que dicen que ese nuevo maestro es un ateo". "¿Qué es un
ateo?" "Alguien que dice que Dios no existe". Mamá hizo un gesto
de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón.
"¿Papá es un ateo?" Mamá posó la plancha y me miró fijo. "¿Cómo
va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa pavada?" Yo había
escuchado muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los
hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda
contra Dios. Decían dos cosas: Cajo en Dios, cajo en el Demonio. Me parecía que
sólo las mujeres creían de verdad en Dios. "¿Y el Demonio? ¿Existe el
Demonio?" "¡Por supuesto!" El hervor hacía bailar la tapa de la
olla. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor e gargajos de espuma y
berza. Una abeja revoloteaba en el techo alrededor de la lámpara eléctrica que
colgaba de un cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía
que planchar. Su cara se tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero
ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriera a un
desvalido. "El Demonio era un ángel, pero se hizo malo". La abeja
batió contra la lámpara, que osciló ligeramente y desordenó las sombras.
"El maestro dijo hoy que las mariposas también tienen lengua, una lengua
finita y muy larga, que llevan enrollada como el resorte de un reloj. Nos la va
a enseñar con un aparato que le tienen que mandar de Madrid. ¿A que parece
mentira eso de que las mariposas tengan lengua?" "Si él lo dice, es
cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te gusta la
escuela?" "Mucho. Y no pega. El maestro no pega". No, el maestro
don Gregorio no pegaba. Por lo contrario, casi siempre sonreía con su cara de
sapo. Cuando dos peleaban en el recreo, los llamaba, " parecen
carneros", y hacía que se dieran la mano. Luego, los sentaba en el mismo
pupitre. Así fue como hice mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe.
Había otro rapaz, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, en el que golpearía
con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandara darle la
mano y que me cambiara junto a Dombodán. El modo que tenía don Gregorio de
mostrar un gran enfado era el silencio. "Si ustedes no se callan, tendré que
callar yo". Y iba cara al ventanal, con la mirada ausente, perdida en el
Sinaí. Era un silencio prolongado, desasosegante, como si nos dejara
abandonados en un extraño país. Sentí pronto que el silencio del maestro era el
peor castigo imaginable. Porque todo lo que tocaba era un cuento atrapante. El
cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y
el sístole y diástole del corazón. Todo se enhebraba, todo tenía sentido. La
hierba, la oveja, la lana, mi frío. Cuando el maestro se dirigía al mapamundi,
nos quedábamos atentos como si se iluminara la pantalla del cine Rex. Sentíamos
el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relincho de los
caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomo de los elefantes de Aníbal
de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchamos con palos y
piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran
guerras. Hacíamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribimos
cancioneros de amor en Provenza y en el mar de Vigo. Construimos el Pórtico da
Gloria. Plantamos las patatas que vinieron de América. Y a América emigramos
cuando vino la peste de la patata. "Las patatas vinieron de América",
le dije a mi madre en el almuerzo, cuando dejó el plato delante mío. "¡Que
iban a venir de América! Siempre hubo patatas", sentenció ella. "No.
Antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz". Era la
primera vez que tenía clara la sensación de que, gracias al maestro, sabía
cosas importantes de nuestro mundo que ellos, los padres, desconocían. Pero los
momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los
bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un
ganado que daba leche con azúcar y cultivaban hongos. Había un pájaro en
Australia que pintaba de colores su nido con una especie de óleo que fabricaba
con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba tilonorrinco. El macho
ponía una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra. Tal era mi interés
que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió
como el mejor discípulo. Había sábados y feriados que pasaba por mi casa y
íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del rio, las gándaras (*), el bosque, y subíamos al
monte Sinaí. Cada viaje de esos era para mí como una ruta del descubrimiento.
Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Una libélula. Un escornabois (*). Y una mariposa distinta
cada vez, aunque yo solo recuerde el nombre de una es la que el maestro llamó
Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o en el estiércol. De
regreso, cantábamos por las corredoiras
como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: "Y
ahora vamos a hablar de los bichos de Gorrión". Para mis padres, esas
atenciones del maestro eran una honra. Aquellos días de excursión, mi madre
preparaba la merienda para los dos. "No hacía falta, señora, yo ya voy
comido", insistía don Gregorio. Pero a la vuelta, decía: "Gracias,
señora, exquisita la merienda". "Estoy segura de que pasa
necesidades", decía mi madre por la noche. "Los maestros no ganan lo
que tienen que ganar", sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre.
"Ellos son las luces de la República". "¡La República, la
República! ¡Ya veremos donde va a parar la República!" Mi padre era
republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los
republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia. Procuraban no discutir
cuando yo estaba delante, pero muchas veces los sorprendía. "¿Qué tienes
tu contra Azaña? Esa es cosa del cura, que te anda calentando la cabeza".
"Yo a misa voy a rezar", decía mi madre. "Tu, si, pero el cura
no". Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas,
mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría "tomarle las
medidas para un traje". El maestro miró alrededor con desconcierto.
"Es mi oficio", dijo mi padre con una sonrisa. "Respeto muchos
los oficios", dijo por fin el maestro. Don Gregorio llevó puesto aquel
traje durante un año y lo llevaba también aquel día de julio de 1936 cuando se
cruzó conmigo en la alameda, camino del ayuntamiento. "¿Qué hay, Gorrión?
A ver si este año podemos verles por fin la lengua a las mariposas". Algo
extraño estaba por suceder. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se
movía. Los que miraban para la derecha, viraban cara a la izquierda. Cordeiro,
el recolector de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del
palco de la música. Yo nunca viera sentado en un banco a Cordeiro. Miró cara
para arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los
pájaros era que venía una tormenta. Sentí el estruendo de una moto solitaria.
Era un guarda con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del
ayuntamiento y miró cara a los hombres que conversaban inquietos en el porche.
Gritó: "¡Arriba España!" Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una
estela de estallidos. Las madres comenzaron a llamar por los niños. En la casa,
parecía haber muerto otra vez la abuela. Mi padre amontonaba colillas en el
cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo del
agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios. Llamaron a la puerta y
mis padres miraron el picaporte con desasosiego. Era Amelia, la vecina, que
trabajaba en la casa de Suárez, el indiano. "¿Saben lo que está pasando?
En la Coruña los militares declararon el estado de guerra. Están disparando
contra el Gobierno Civil". "¡Santo cielo!", se persignó mi
madre. "Y aquí", continuó Amelia en voz baja, como si las paredes
oyeran, "Se dice que el alcalde llamó al capitán de carabineros pero que
este mandó decir que estaba enfermo.” Al día siguiente no me dejaron salir a la
calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras
encogidas, como si de pronto cayera el invierno y el viento arrastrara a los
gorriones de la Alameda como hojas secas. Llegaron tropas de la capital y
ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a la misa y volvió pálida y
triste, como si se hiciera vieja en media hora. "Están pasando cosas
terribles, Ramón", oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él
había envejecido. Peor todavía. Parecía que había perdido toda voluntad. Se
arrellanó en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer. "Hay
que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros.
Todo." Fue mi madre la que tomó la iniciativa aquellos días. Una mañana
hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a la misa. Cuando
volvieron, me dijo: "Ven, Moncho, vas a venir con nosotros a la
alameda". Me trajo la ropa de fiesta y, mientras me ayudaba a anudar la
corbata, me dijo en voz muy grave:"Recuerda esto, Moncho. Papá no era
republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y
otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro".
"Si que lo regaló". "No, Moncho. No lo regaló. ¿Entendiste bien?
¡No lo regalo!" Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo.
Bajaran también algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos
viejos de chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos
hombres con camisa azul y pistola en el cinto. Dos filas de soldados abrían un
corredor desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque
entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria
grande. Pero en la alameda no había el alboroto de las ferias sino un silencio
grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse
los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del
ayuntamiento. Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la
mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura
del edificio, escoltados por otros guardas, salieron los detenidos, iban atados
de manos y pies, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero
conocía todos aquellos rostros. El alcalde, el de los sindicatos, el
bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la orquesta
Sol y Vida, el cantero q quien llamaban Hércules, padre de Dombodán... Y al
cabo de la cordada, jorobado y feo como un sapo, el maestro. Se escucharon
algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos.
Poco a poco, de la multitud fue saliendo un ruge-ruge que acabó imitando
aquellos apodos. "¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!" "Grita tu
también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!". Mi madre llevaba
agarrado del brazo a papá, como si lo sujetara con toda su fuerza para que no
desfalleciera. "¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!" Y
entonces oí como mi padre decía "¡Traidores" con un hilo de voz. Y
luego, cada vez más fuerte, "¡Criminales! ¡Rojos!" Saltó del brazo a
mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida
cara al maestro. "¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!" Ahora mamá
trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba
fuera de sí. "¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre¡ Nunca le había escuchado
llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. "Su
madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso". Pero ahora se volvía
cara a mi enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas
y sangre. "¡Grítale tu también, Monchiño, grítale tu también!" Cuando
los camiones arrancaron cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrían
detrás lanzando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para
llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos
y yo, en el medio de la alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de
murmurar con rabia: "¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!"
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