viernes, 10 de junio de 2016

El agrio sabor. Camboya

El agrio sabor del desarrollo | Camboya

Laura Villadiego
Carro de combate
Srae Ambel significa, en camboyano, “campo de sal”. “¿Dónde están las salinas?”, pregunto nada más llegar al polvoriento pueblo, situado al sur de Camboya. “Yo también pregunté lo mismo la primera vez”, me dice Neary, una de mis compañeras de viaje. “Pero aquí­ nunca ha habido salinas. El nombre no tienen ningún sentido”. En realidad, no es tan estúpido. Srae Ambel no está muy lejos del mar, en una rí­a que se adentra algunas decenas de kilómetros y que dan un gusto salado al aire. Es probable que en algún momento las aguas se almacenaran para extraer la sal.
Lo que nunca hubo en Srae Ambel fue caña de azúcar, pero ahora la dulce planta está tomando las tierras de la región. El olor salado se mezcla ahora con el del azúcar quemada, en una especie de caramelo agobiante. Los primeros tallos aparecieron hace unos siete años, junto a las apisonadoras. Chay Ty lo recuerda bien. Un dí­a, unos hombres vinieron a hacer un agujero en las tierras en las que ella y sus vecinos solí­an plantar su arroz. Ella se extrañó y preguntó al jefe de la comunidad. “Sólo toman muestras para hacer unos análisis”, le respondió. Unas semanas después, las máquinas empezaron a aplastar y a limpiar el terreno, sin previo aviso. Así­ es cómo se enteró de que le iban a quitar la tierra.


Srae Ambel fue uno de los distritos de Camboya más castigados por los Jemeres Rojos. Ya antes de la guerra civil que enfrentó a la guerrilla comunista con el entonces gobierno republicano de Lon Nol, la provincia de Koh Kong, donde está Srae Ambel, era una de las más pobres y despobladas del paí­s. La malaria hací­a estragos en esta remota área y nadie querí­a ir a vivir allí­. Sólo los guerrilleros soportaban las duras condiciones. A partir de 1975, cuando Pol Pot y los suyos llegaron al poder, la zona se convirtió en un punto clave para el control de las fronteras, por su situación estratégica en medio del golfo de Tailandia. En sus aguas fueron capturados, entre otros, tres extranjeros (un neozelandés, un inglés y un canadiense) cuyo bote se habí­a extraviado en su camino de Singapur a Bangkok y que después serí­an asesinados junto a otras 17.000 personas en el centro de detención Tuol Sleng, en la capital de Phnom Penh. En todo el paí­s, unos dos millones de personas, la cuarta parte de la población de la época, perecieron en los apenas cuatro años de poder de los comunistas.
Lo que ocurrió en Koh Kong en aquellos años está poco documentado. Parece que la zona fue aún más despoblada y allí­ sólo quedaron los comunistas de origen tailandés, que fueron masacrados por no pertenecer a la pura “raza khmer” que perseguí­a el movimiento comunista. Tras la caí­da del régimen en 1979, el nuevo gobierno animó a los habitantes a repoblar la zona, para contener a la guerrilla todaví­a latente que se escondí­a en los cercanos Cardamomos, una cadena montañosa que llega casi hasta la frontera con Tailandia. Los habitantes cuentan que los saqueos de comida y otras posesiones eran frecuentes. La provincia era entonces conocida como el “Lejano Oeste”, un lugar de paso de la prostitución, la trata de personas y el comercio ilegal de animales, además de uno de los principales vergeles de marihuana del paí­s. Los últimos aliados de Pol Pot no dejaron la zona hasta 1998, tras la muerte de su lí­der en el norte.
Casi quince años después, Koh Kong sigue siendo una zona deprimida que va saliendo poco a poco de su aislamiento. Un aislamiento que, sin embargo, le habí­a servido para conservar su riqueza natural. La apertura de una nueva carretera que conecta con la capital, Phnom Penh, hace unos años fue el pistoletazo de salida para el expolio. El turismo comenzó a llegar poco a poco (sigue sin ser masivo) atraí­do por los ricos paisajes, gracias a esa nueva moda llamada ecoturismo. Los Cardamomos, hasta hace poco uno de los bosques tropicales más ricos del Sudeste Asiático, van cayendo lentamente ante la tala ilegal orquestrada por el ejército con el beneplácito del gobierno. La arena de sus costas es vendida a Singapur y los animales de sus selvas acaban a menudo en el mercado ilegal de especies exóticas. La caña sólo ha sido la última en la larga lista de heridas que sus tierras han sufrido.
La nueva Koh Kong está ligada a un nombre, el de Ly Yong Phat. El senador del Cambodian People”™s Party, el partido que ha estado mayoritariamente en el gobierno desde la caí­da de los Jemeres Rojos, es uno de los principales hombres de negocios de Camboya, un okhna que se dice en el idioma jemer. La prensa local lo llama “el rey de Koh Kong” porque su influencia llega a cualquier rincón de la provincia. Posee un casino, un hotel y grandes extensiones de tierra, entre ellas, las plantaciones de azúcar de Srae Ambel. El gobierno de Camboya otorgó en julio de 2006 la gestión sobre el terreno donde plantaba Chay Ty y otras 200 familias a dos empresas azucareras, la Koh Kong Sugar Industry Co y la Koh Kong Sugar Plantation Co., Ltd. En total se concedieron unas 20.000 hectáreas a una Unión Temporal de Empresas (joint venture) entre la compañí­a tailandesa Khon Kaen Sugar (KSL), que tení­a el 50 por ciento de las participaciones, otra empresa taiwanesa, llamada Vewong, con el 30 por ciento, y el propio Ly Yong Phat, con el 20 por ciento restante.
Poco después, empezaron las labores de limpieza del terreno. El arroz y las verduras fueron sustituidos por caña de azúcar y las paredes blancas de una fábrica comenzaron a montarse. Las familias se quedaron así­ sin su principal medio de subsistencia y sin ningún tipo de compensación.
Tras la concesión, la vida cambió radicalmente en la comunidad. Sin tierra en la que cultivar, las familias se quedaron sin dinero. El acceso al bosque, donde solí­an obtener plantas medicinales para curar sus dolencias, fue bloqueado y las aguas comenzaron a dar peces muertos; los quí­micos de la fábrica habí­an contaminado el rí­o. Muchos emigraron y los que se quedaron ya no pueden pagar ni el colegio de sus hijos. “Antes podí­a permitirme enviar a todos los niños al colegio. Ahora he dejado solo a los niños en el colegio. Las niñas ya no van”, asegura Chay Ty, que tiene cinco hijos, de los cuales dos son niñas.
La educación es supuestamente gratuita en Camboya. Sin embargo, los miles de colegios que durante los últimos años ha construido el primer ministro Hun Sen son muros de ladrillo que parecen más parte de un decorado que un verdadero centro educativo. Los niños son una especie de actores que seis veces por semana acuden puntualmente a clase con sus impolutos uniformes blancos y azules, pero que cuando terminan los seis cursos de educación elemental apenas saben leer y contar. Los centros no tienen presupuesto para materiales y los profesores cobran salarios tan irrisorios, de unos 20 dólares mensuales, que se ven obligados a pedir dinero a los alumnos para completar su dispendio. Los niños pagan así­ unos cinco dólares mensuales por tener derecho a asistir a las clases o para asegurarse un aprobado. Esos cinco dólares son demasiado para Chay Ty y para la mayor parte de las familias que se han quedado sin tierras. Los niños deambulan ahora durante todo el dí­a y algunos han empezado a ayudar a sus padres haciendo pequeños trabajos para aumentar los magros ingresos familiares.
Las nuevas plantaciones de caña tampoco les han dado trabajo.”A nosotros no nos quieren, porque se piensan que nos vamos a vengar. Traen trabajadores de otras provincias. Tienen una oficina especial sólo para buscar a los trabajadores”, asegura Song Ram, una joven de 27 años cuyo marido transportó la caña con su camión durante algunas semanas. La empresa se negó, sin embargo, a pagarles todo el trabajo y la familia tuvo que pedir un préstamo para pagar la gasolina que habí­an utilizado. Matthieu Pellerin, investigador de la ONG local de derechos humanos LICADHO, explica que las empresas funcionan como una especie de mafia en la que agentes recorren el paí­s para buscar a familias desesperadas que acepten las duras condiciones de trabajo en los cañaverales. Los trabajadores son luego alojados en campos dentro de las propias plantaciones de las que no pueden salir sin permiso. “Sabemos que los trabajadores viven en condiciones de semi-esclavitud. Los reclutan en las zonas rurales de todo el paí­s y se les impide salir de las plantaciones”, asegura Pellerin.
La plantación de Srae Ambel cumple, sin duda, el perfil. El perí­metro está vallado y las entradas vigiladas continuamente por guardas de seguridad. Los que han trabajado dentro aseguran que hay dos grupos de viviendas. El primero es de los trabajadores de la fábrica. La mayorí­a son contratados en Tailandia, paí­s de origen de la compañí­a, y desempeñan funciones más especializadas. Sus casas están en el lí­mite del perí­metro, así­ que es más fácil visitarlos. Cada familia tiene una pequeña vivienda, con una pieza central, un dormitorio, una pequeña cocina y un baño. “La compañí­a se ocupa bien de nosotros, nos da todo lo que necesitamos, pero tenemos que estar lejos de casa”, asegura la mujer de uno de los empleados de la fábrica. La zona está limpia y la calle central que da acceso a las casas está asfaltada. El segundo grupo de casas, que aloja a los trabajadores de las plantaciones, está dentro del complejo y no es posible acceder, pero los que han estado dentro aseguran que son barracones en los que se amontonan los jornaleros y donde no hay agua corriente y a menudo ni siquiera electricidad.
Sólo unos pocos trabajadores pertenecen a los alrededores y no viven en el complejo. Uno de ellos es Chea Cheat, un robusto hombre de 38 años, un mook khmaw (cara quemada), como llaman a los agricultores en Camboya por el tono oscuro de su piel. Cheat cuenta que el trabajo en los cañaverales no es fácil. “Apenas puedo hacerlo más de tres dí­as seguidos. Al cuarto ya no me puedo ni levantar, así­ que busco otros pequeños trabajos para completar”, asegura el jornalero que antes plantaba en el mismo lugar varias toneladas de arroz. La jornada empieza con las primeras luces y se acaban cuando el sol ya se está poniendo. Unas trece horas bajo el abrasador sol de Camboya (la recolección se hace durante la temporada seca, cuando más calor hace), cortando y transportando los gruesos tallos por los que cobran al peso. Por una jornada entera, Cheat cobra unos 5 dólares si trabaja a pleno rendimiento. “Todo depende del jefe de equipo que tengas. Unos pagan mejor que otros”, afirma el agricultor. Las plantaciones se estructuran de forma jerárquica. Las empresas conceden la explotación a una especie de agentes, que se encargan de buscar trabajadores y de organizar el trabajo. A menudo, una “agencia central” contrata a jefes de grupo y son estos los que buscan la mano de obra. Cuantos más intermediarios hay en la cadena, menos dinero suele llegar al último eslabón. Era el caso de Srei Yeung, una menuda mujer de 40 años, a quien sólo le pagaban 1,25 dólares por cada dí­a de trabajo. “Era una miseria y el trabajo era demasiado duro, así­ que no lo he vuelto a hacer”, afirma enfadada.
En este último eslabón hay a menudo niños de poco más de 10 años. “Toda la familia vive en los campos y los niños suelen ayudar a sus familias para conseguir más dinero”, dice Cheat. El diario local The Phnom Penh Post publicó en el mes de enero un reportaje sobre el trabajo infantil en los cañaverales en la provincia de Kompong Speu, a unos 100 kilómetros al norte de Srae Ambel. El periódico pudo entrevistar a varios menores, de hasta 12 años de edad, que cortaban caña durante unas nueve horas diarias. Muchos no podí­an ir al colegio y otros intentaban compaginarlo. La compañí­a Phnom Penh Sugar, propietaria de las plantaciones, mandó una orden a los agentes para no contratar a menores, pero dos meses después, la cadena Al Jazeera volvió a encontrar a niños con el machete en la mano.
La disputa de Srae Ambel no es un caso único en el paí­s asiático. En Camboya, las expropiaciones se han convertido en una moneda corriente de cambio. Es un “paí­s en venta”, como tituló la organización no gubernamental Global Witness -Testigo Global- su informe de 2009 sobre Camboya que detalla cómo se están concediendo las tierras de forma masiva a personas cercanas al gobierno y a empresas extranjeras, principalmente chinas y vietnamitas. “Después de haberse enriquecido con la tala de gran parte de los recursos forestales del paí­s, la élite camboyana ha diversificado sus intereses comerciales para abarcar otras formas de activos estatales. Estos incluyen la tierra, la pesca, las islas tropicales y playas, los minerales y el petróleo. El paí­s está siendo rápidamente parcelado y vendido. En los últimos 15 años, el 45 por ciento de las tierras ha sido comprado por intereses privados”, asegura el informe.
El problema se remonta al régimen de los Jemeres Rojos, que cambió el concepto de propiedad en Camboya. El gobierno comunista que dirigió el paí­s entre 1975 y 1979 abolió el derecho a ocupar la tierra de forma privada y la mayor parte de los camboyanos fueron desplazados lejos de sus lugares de residencia. Después de la caí­da del régimen, muchos volvieron a sus antiguas casas y el suelo fue gestionado por pequeñas comunas hasta que, en 1989 se reconocieron los tí­tulos de propiedad de las parcelas ocupadas a partir de 1979. Sin embargo, pocos consiguieron un papel que dijera que tení­an un pedazo de tierra.
En 2001 se aprobó la Ley del Suelo, que concedí­a la propiedad a todas aquellas personas que hubieran vivido en un terreno durante al menos cinco años y que prohibí­a las expropiaciones que no tuvieran un proceso de compensaciones justo. La Constitución camboyana establece además que el Gobierno sólo podrá expropiar a alguien por interés público y previo pago de una compensación justa, algo que también contempla la legislación de 2001. Pero el gobierno ha utilizado esta falta de documentos para expropiar los terrenos acusando a sus propietarios de haberlos robado.
En total, se calcula que en Camboya unas 4000 familias han perdido sus tierras o sus casas por el acaparamiento de tierras destinadas a la industria azucarera. Una industria que es reciente en el paí­s y que se ha desarrollado bajo el paraguas del acuerdo preferencial “Everything But Arms” (EBA, Todo menos armas) que la Unión Europea concede a los paí­ses menos desarrollados para que puedan importar sus productos en Europa con ventajas impositivas. El “Everything But Arms” se puso en marcha en el año 2001 como el programa estrella de la Unión Europea para facilitar el desarrollo de los paí­ses menos avanzados gracias al comercio. Según este programa, los paí­ses incluidos en la lista de menos desarrollados (actualmente 48) pueden importar cualquier tipo de producto, salvo armas, a la Unión Europea sin estar sujetos a tasas. Sin embargo, muchos expertos han clamado contra los efectos perversos de estos sistemas preferenciales que a menudo ayudan más a las industrias de los paí­ses desarrollados que a las de los paí­ses pobres. En Camboya, el programa está además directamente relacionado con la violación de los derechos humanos de miles de ciudadanos. “La propia empresa ha reconocido que no estarí­a en Camboya si no fuera por el EBA. Creo que es una prueba suficiente para probar que está relacionado”, asegura Matthieu Pellerin. La polémica ha llegado hasta Bruselas y varios parlamentarios europeos han llamado la atención sobre este asunto en dos ocasiones, la última en marzo de 2013, para pedir que se suspenda el acuerdo preferencial de forma preventiva.
Tras años de lucha, los campesinos de Srae Ambel parecen estar cerca de una victoria. El Cambodian Center for Human Rights ha asegurado que durante las discusiones entabladas con la Koh Kong Sugar en marzo de 2013, el nuevo director general se comprometió a devolver la tierra a los aldeanos de Srae Ambel aunque pedirá, a cambio, unas tierras alternativas. Probablemente no estarán demasiado lejos, ya que la caña no puede almacenarse más de 12 horas y la empresa no parece dispuesta a desmantelar la fábrica. Mientras, los aldeanos de Srae Ambel han demandado a la empresa británica Tate & Lyle, que compra el azúcar que crece en sus antiguas tierras, y le piden casi 12 millones de euros, como pago atrasado de lo producido más una compensación por daños y perjuicios. Lo han hecho en los mismos tribunales ingleses, desafiando al gigante azucarero en su propio territorio. Antes ya lo han intentado en Tailandia y Camboya, pero los procesos están paralizados y los campesinos temen no recuperar nunca sus tierras. La compañí­a ha ofrecido dinero a algunos campesinos, en general a los que más han protestado, pero ellos quieren que se reconozca que la tierra es suya”, asegura Man Vuthy, uno de los trabajadores de la ONG Community Legal Education Center (CLEC) que ofrece asistencia en el proceso legal.
Tras muchas batallas perdidas, el fin de la guerra parece más cercano que nunca. Por el camino, muchos han perdido sus pertenencias y algunos han dado su vida, como el activista An In, asesinado en 2007 mientras tomaba fotografí­as de la zona. Pero ganar será, sin duda, una prueba de que la industria no es invencible y que las cosas se pueden hacer de otra manera, con un poco más de dulzura.

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